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El mundo se puso en
marcha a la mañana siguiente con un ritmo distinto. Por primera vez
en varias semanas, no madrugué, no bebí un café precipitado ni me
instalé de inmediato en el taller rodeada de apremios y quehaceres.
Lejos de volver a la actividad frenética de los días anteriores,
comencé el día con el largo baño interrumpido la tarde anterior. Y
después, dando un paseo, fui a casa de Rosalinda.
De las palabras de
Beigbeder deduje que su malestar sería algo leve y pasajero, un
trastorno inoportuno nada más. Esperaba por eso encontrar a mi
amiga como siempre, dispuesta a que le contara todos los detalles
del evento que se perdió y ansiosa por disfrutar con los
comentarios sobre los trajes que las asistentes llevaban, quién fue
la más ele gante, quién la menos.
Una sirvienta me
condujo a su habitación, aún estaba ella en la cama, entre
almohadones, con las contraventanas cerradas y un olor espeso a
tabaco, medicamentos y falta de ventilación. La casa era amplia y
hermosa: arquitectura moruna, muebles ingleses y un caos exótico en
el que, sobre las alfombras y el capitoné de los sofás, convivían
discos de pizarra fuera de sus fundas, sobres con la leyenda
air mail, foulards de seda olvidados y
tazas de porcelana de Staffordshire con el té ya frío sin terminar
de beber.
Aquella mañana, sin
embargo, Rosalinda respiraba de todo menos glamour.
-¿Cómo estás?
-Intenté que mi voz no sonara excesivamente preocupada. Tenía, no
obstante, razones para estarlo habida cuenta de su imagen: pálida,
ojerosa, con el pelo sucio, derrumbada como un peso muerto en una
cama mal hecha cuya ropa se arrastraba por el suelo.
-Fatal -respondió con
humor de perros-. Estoy muy mal, pero siéntate aquí cerca -ordenó
dando una palmada sobre la cama-. No es nada contagioso.
-Juan Luis me dijo
anoche que es un problema de intestinos -dije obedeciéndola. Antes
tuve que retirar varios pañuelos arrugados, un cenicero lleno de
cigarrillos a medio fumar, los restos de un paquete de galletas de
mantequilla y un buen montón de migas.
-That's right, pero
eso no es lo peor. Juan Luis no lo sabe todo. Se lo diré esta
tarde, no quise importunarle en el último día de la visita de
Serrano.
-¿Qué es lo peor,
entonces?
-Esto -dijo furiosa
agarrando con dedos como garfios lo que parecía un telegrama-. Esto
es lo que me ha hecho enfermar, no los preparativos de la visita.
Esto es lo peor de todo.
La miré perpleja y
entonces me sintetizó su contenido.
-Lo recibí ayer.
Peter llega en seis semanas.
-¿Quién es Peter? -No
recordaba a nadie con ese nombre entre sus amistades.
Me miró como si
acabara de oír la más absurda de las preguntas.
-Quién va a ser,
Sira, por Dios: Peter es mi marido.
Peter Fox tenía
previsto llegar a Tánger a bordo de un barco de la P &O,
dispuesto a pasar una larga temporada con su mujer y su hijo
después de casi cinco años sin apenas saber nada de ellos. Aún
vivía en Calcuta, pero había decidido visitar temporalmente
Occidente, tal vez tanteando opciones para el abandono definitivo
de la India imperial, cada vez más revuelta con los movimientos
independentistas de los nativos, según contó Rosalinda. Y qué mejor
perspectiva para ir sopesando las posibilidades de una potencial
mudanza que la reunificación de la familia en el nuevo mundo de su
mujer.
-¿Y se va a quedar
aquí, en tu casa? -pregunté sin dar crédito.
Encendió un
cigarrillo y, mientras aspiraba el humo con ansia, hizo un enfático
gesto afirmativo.
-Of course he will.
Es mi marido: tiene todo el derecho.
-Pero yo pensé que
estabais separados…
-De hecho, sí.
Legalmente, no.
-¿Y nunca te has
planteado divorciarte?
Volvió a dar una
chupada impetuosa al pitillo.
-Un millón de
millones de veces. Pero él se niega.
Me relató entonces
los avatares de aquella disonante relación y descubrí con ello a
una Rosalinda más vulnerable, más quebradiza. Menos irreal y más
cercana a las complicaciones terrenales de los residentes en el
mundo de los humanos.
-Me casé a los
dieciséis años; él tenía entonces treinta y cuatro. Yo había estado
cinco cursos seguidos en un internado en Inglaterra; dejé la India
cuando era aún una niña y regresé convertida en una joven en edad
casi casadera, loca por no perderme ninguna de las constantes
fiestas de la Calcuta colonial. En la primera de ellas me
presentaron a Peter, era amigo de mi padre. Me pareció el más
atractivo de todos los hombres que había conocido en mi vida;
obviously, había conocido a muy pocos, por no decir a ninguno. Era
divertido, capaz de las más impensables aventuras y de animar
cualquier reunión. Y, a la vez, maduro, vivido, miembro de una
aristocrática familia inglesa instalada en la India desde tres
generaciones atrás. Me enamoré como una imbécil o, al menos, eso
creí. Cinco meses más tarde estábamos casados. Nos instalamos en
una casa magnífica con establos, pistas de tenis y catorce
habitaciones para el servicio; hasta teníamos a cuatro niños indios
permanentemente uniformados para hacer de recogepelotas por si se
nos ocurría algún día jugar un partido, imagínate. Nuestra vida
estaba llena de actividad: me encantaba bailar y montar a caballo,
y era tan hábil con el rifle como con los palos de golf. Vivíamos
inmersos en un imparable carrusel de fiestas y recepciones. Y,
además, nació Johnny. Construimos un mundo idílico dentro de otro
mundo igualmente fastuoso, pero tardé poco en darme cuenta de la
fragilidad sobre la que todo aquello se sostenía.
Detuvo su soliloquio
y quedó con la vista colgada en el vacío, como reflexionando unos
instantes. Después apagó el cigarrillo en el cenicero y
prosiguió.
-A los pocos meses de
dar a luz, empecé a notar un cierto malestar en el estómago. Me
examinaron y al principio me dijeron que no había ningún motivo de
preocupación, que mis molestias simplemente respondían a los
naturales problemas de salud a los que estamos expuestos los no
nativos en esos climas tropicales que nos son tan ajenos. Pero cada
vez me encontraba peor. Los dolores aumentaban, empezó a subirme la
fiebre a diario. Decidieron operarme y no encontraron nada anormal,
pero no mejoré. Cuatro meses después, a la vista de mi imparable
empeoramiento, volvieron a examinarme con rigor y por fin pudieron
poner un nombre a mi enfermedad: tuberculosis bovina en una de sus
formas más agresivas, contraída a través de la leche de una vaca
infectada que compramos después de nacer Johnny a fin de poder
tener leche fresca para mi recuperación. El animal había enfermado
y muerto tiempo atrás, pero el veterinario no encontró nada anormal
cuando entonces lo examinó, como tampoco fueron los médicos capaces
de percibir nada en mí, porque la tuberculosis bovina es
tremendamente difícil de diagnosticar. Pero hace que se formen
tubérculos; algo así como nódulos, como bultos en el intestino que
lo van comprimiendo.
-¿Y?
-Y te conviertes en
un enfermo crónico.
-¿Y?
-Y cada nueva mañana
que abres los ojos, das gracias al cielo por permitirte seguir viva
un día más.
Intenté esconder mi
desconcierto tras una nueva pregunta.
-¿Cómo reaccionó tu
marido?
-Oh, wonderfully!
-dijo sarcástica-. Los médicos que me vieron me aconsejaron volver
a Inglaterra; pensaban, aunque sin gran optimismo, que tal vez en
un hospital inglés pudieran hacer algo por mí. Y Peter no pudo
estar más de acuerdo.
-Pensando en tu bien,
probablemente…
Una áspera carcajada
me impidió terminar la frase.
-Peter, darling,
jamás piensa en otro bien más allá del suyo propio. Enviarme lejos
fue la mejor de las soluciones pero, más que para mi salud, lo era
para su propio bienestar. Se desentendió de mí, Sira. Dejé de
resultarle divertida, ya no era un precioso trofeo al que pasear
por los clubes, las fiestas y las cacerías; la joven esposa hermosa
y divertida se había convertido en una carga defectuosa de la que
había que deshacerse cuanto antes. Así que, en cuanto pude tenerme
de nuevo en pie, nos sacó pasajes a Johnny y a mí para Inglaterra.
Ni siquiera se dignó a acompañarnos. Con la excusa de que quería
que su esposa recibiera el mejor tratamiento médico posible,
embarcó a una mujer gravemente enferma que aún no había cumplido
los veinte años y a un niño que apenas sabía andar. Como si
fuéramos un par de bultos de equipaje más. Bye-bye, hasta nunca,
queridos.
Un par de gruesas
lágrimas descendieron por sus mejillas, se las quitó con el dorso
de la mano.
-Nos echó de su lado,
Sira. Me repudió. Me mandó a Inglaterra para, pura y simplemente,
librarse de mí.
Se instaló entre
nosotras un silencio triste, hasta que ella recobró fuerzas y
prosiguió.
-A lo largo del
viaje, Johnny empezó a tener fiebres altas y convulsiones; resultó
ser una forma virulenta de malaria; necesitó después estar dos
meses ingresado hasta su recuperación. Mi familia me acogió
entretanto; mis padres también habían vivido mucho tiempo en la
India, pero habían regresado el año anterior. Pasé al principio
unos meses moderadamente tranquilos, el cambio de clima pareció
sentarme bien. Pero después empeoré: tanto que las pruebas médicas
mostraron que el intestino se me había encogido casi hasta el punto
de la contracción total. Descartaron la cirugía y decidieron que
sólo con el reposo absoluto podría tal vez obtener una mínima
recuperación. De esa manera, se suponía que los organismos que me
invadían no seguirían avanzando por el resto de mi cuerpo. ¿Sabes
en qué consistió aquella primera temporada de reposo?
Ni lo sabía ni podía
imaginarlo.
-Seis meses atada a
una tabla, con correas de cuero inmovilizándome a la altura de los
hombros y los muslos. Seis meses enteros, con sus días y sus
noches.
-¿Y mejoraste?
-Just a bit. Muy
poco. Entonces mis médicos decidieron mandarme a Leysin, en Suiza,
a un sanatorio para tuberculosos. Como Hans Castorp en La montaña mágica, de Thomas Mann.
Intuí que se trataba
de algún libro, así que, antes de que me preguntara si lo había
leído, me adelanté para que prosiguiera con su historia.
-¿Y Peter,
entretanto?
-Pagó las facturas de
hospital y estableció la rutina de enviarnos treinta libras mensuales para nuestro mantenimiento.
Nada más. Absolutamente nada más. Ni una carta, ni un cable, ni
un recado a través de conocidos ni, por supuesto, la menor
intención de visitarnos. Nada, Sira, nada. Nunca más volví a saber
de él personalmente. Hasta ayer.
-¿Y qué hiciste con
Johnny mientras? Debió de ser duro para él.
-Estuvo conmigo todo
el tiempo en el sanatorio. Mis padres insistieron en quedárselo,
pero yo no acepté. Contraté a una niñera alemana para que lo
entretuviera y lo sacara a pasear, pero comía y dormía en mi
habitación a diario. Fue una experiencia un poco triste para un
niño tan pequeño, pero por nada del mundo quería que estuviera
separado de mí. Ya había perdido en cierto modo a su padre; habría
sido demasiado cruel castigarle también con la ausencia de su
madre.
-¿Y funcionó el
tratamiento?
Una pequeña carcajada
le iluminó momentáneamente la cara.
-Me aconsejaron pasar
ocho años internada, pero sólo pude resistir ocho meses. Después
pedí el alta voluntaria. Me dijeron que era una insensata, que
aquello me mataría; tuve que firmar un millón de papeles eximiendo
al sanatorio de responsabilidades. Mi madre se ofreció a recogerme
en París para hacer juntas la vuelta a casa. Y entonces, en ese
viaje de retorno, tomé dos decisiones. La primera, no volver a
hablar de mi enfermedad. De hecho, en los últimos años, sólo Juan
Luis y tú habéis sabido de ella por mí.
Decidí que la tuberculosis tal vez pudiera machacar mi cuerpo, pero
no mi espíritu, así que opté por mantener fuera de mi pensamiento
la idea de que era una enferma.
-¿Y la segunda?
-Empezar una vida
nueva como si estuviera sana al cien por cien. Una vida fuera de
Inglaterra, al margen de mi familia y de los amigos y conocidos que
automáticamente me asociaban con Peter y con mi condición de
enferma crónica. Una vida distinta que no incluyera en principio
más que a mi hijo y a mí.
-Y entonces fue
cuando te decidiste por Portugal…
-Los médicos me
recomendaron que me instalara en algún lugar templado: el sur de
Francia, España, Portugal, tal vez el norte de Marruecos; algo a
medias entre el excesivo calor tropical de la India y el miserable
clima inglés. Me diseñaron una dieta, me recomendaron tomar mucho
pescado y poca carne, descansar al sol todo lo posible, no hacer
ejercicio físico y evitar las alteraciones emocionales. Alguien me
habló entonces de la colonia británica en Estoril y decidí que
aquel sitio podría ser en principio tan bueno como cualquier otro.
Y allá fui.
Todo encajaba ya
mucho mejor en el mapa mental que me había construido para entender
a Rosalinda. Las piezas empezaban a ensamblarse unas con otras, ya
no eran trozos de vida independientes y difícilmente acoplables.
Todo empezaba ya a tener sentido. Deseé con todas mis fuerzas que
las cosas le fueran bien: ahora que por fin sabía que su existencia
no había sido un camino de rosas, la creí más merecedora de un
destino feliz.