31

    
    El mundo se puso en marcha a la mañana siguiente con un ritmo distinto. Por primera vez en varias semanas, no madrugué, no bebí un café precipitado ni me instalé de inmediato en el taller rodeada de apremios y quehaceres. Lejos de volver a la actividad frenética de los días anteriores, comencé el día con el largo baño interrumpido la tarde anterior. Y después, dando un paseo, fui a casa de Rosalinda.
    De las palabras de Beigbeder deduje que su malestar sería algo leve y pasajero, un trastorno inoportuno nada más. Esperaba por eso encontrar a mi amiga como siempre, dispuesta a que le contara todos los detalles del evento que se perdió y ansiosa por disfrutar con los comentarios sobre los trajes que las asistentes llevaban, quién fue la más ele gante, quién la menos.
    Una sirvienta me condujo a su habitación, aún estaba ella en la cama, entre almohadones, con las contraventanas cerradas y un olor espeso a tabaco, medicamentos y falta de ventilación. La casa era amplia y hermosa: arquitectura moruna, muebles ingleses y un caos exótico en el que, sobre las alfombras y el capitoné de los sofás, convivían discos de pizarra fuera de sus fundas, sobres con la leyenda air mail, foulards de seda olvidados y tazas de porcelana de Staffordshire con el té ya frío sin terminar de beber.
    Aquella mañana, sin embargo, Rosalinda respiraba de todo menos glamour.
    -¿Cómo estás? -Intenté que mi voz no sonara excesivamente preocupada. Tenía, no obstante, razones para estarlo habida cuenta de su imagen: pálida, ojerosa, con el pelo sucio, derrumbada como un peso muerto en una cama mal hecha cuya ropa se arrastraba por el suelo.
    -Fatal -respondió con humor de perros-. Estoy muy mal, pero siéntate aquí cerca -ordenó dando una palmada sobre la cama-. No es nada contagioso.
    -Juan Luis me dijo anoche que es un problema de intestinos -dije obedeciéndola. Antes tuve que retirar varios pañuelos arrugados, un cenicero lleno de cigarrillos a medio fumar, los restos de un paquete de galletas de mantequilla y un buen montón de migas.
    -That's right, pero eso no es lo peor. Juan Luis no lo sabe todo. Se lo diré esta tarde, no quise importunarle en el último día de la visita de Serrano.
    -¿Qué es lo peor, entonces?
    -Esto -dijo furiosa agarrando con dedos como garfios lo que parecía un telegrama-. Esto es lo que me ha hecho enfermar, no los preparativos de la visita. Esto es lo peor de todo.
    La miré perpleja y entonces me sintetizó su contenido.
    -Lo recibí ayer. Peter llega en seis semanas.
    -¿Quién es Peter? -No recordaba a nadie con ese nombre entre sus amistades.
    Me miró como si acabara de oír la más absurda de las preguntas.
    -Quién va a ser, Sira, por Dios: Peter es mi marido.
    Peter Fox tenía previsto llegar a Tánger a bordo de un barco de la P &O, dispuesto a pasar una larga temporada con su mujer y su hijo después de casi cinco años sin apenas saber nada de ellos. Aún vivía en Calcuta, pero había decidido visitar temporalmente Occidente, tal vez tanteando opciones para el abandono definitivo de la India imperial, cada vez más revuelta con los movimientos independentistas de los nativos, según contó Rosalinda. Y qué mejor perspectiva para ir sopesando las posibilidades de una potencial mudanza que la reunificación de la familia en el nuevo mundo de su mujer.
    -¿Y se va a quedar aquí, en tu casa? -pregunté sin dar crédito.
    Encendió un cigarrillo y, mientras aspiraba el humo con ansia, hizo un enfático gesto afirmativo.
    -Of course he will. Es mi marido: tiene todo el derecho.
    -Pero yo pensé que estabais separados…
    -De hecho, sí. Legalmente, no.
    -¿Y nunca te has planteado divorciarte?
    Volvió a dar una chupada impetuosa al pitillo.
    -Un millón de millones de veces. Pero él se niega.
    Me relató entonces los avatares de aquella disonante relación y descubrí con ello a una Rosalinda más vulnerable, más quebradiza. Menos irreal y más cercana a las complicaciones terrenales de los residentes en el mundo de los humanos.
    -Me casé a los dieciséis años; él tenía entonces treinta y cuatro. Yo había estado cinco cursos seguidos en un internado en Inglaterra; dejé la India cuando era aún una niña y regresé convertida en una joven en edad casi casadera, loca por no perderme ninguna de las constantes fiestas de la Calcuta colonial. En la primera de ellas me presentaron a Peter, era amigo de mi padre. Me pareció el más atractivo de todos los hombres que había conocido en mi vida; obviously, había conocido a muy pocos, por no decir a ninguno. Era divertido, capaz de las más impensables aventuras y de animar cualquier reunión. Y, a la vez, maduro, vivido, miembro de una aristocrática familia inglesa instalada en la India desde tres generaciones atrás. Me enamoré como una imbécil o, al menos, eso creí. Cinco meses más tarde estábamos casados. Nos instalamos en una casa magnífica con establos, pistas de tenis y catorce habitaciones para el servicio; hasta teníamos a cuatro niños indios permanentemente uniformados para hacer de recogepelotas por si se nos ocurría algún día jugar un partido, imagínate. Nuestra vida estaba llena de actividad: me encantaba bailar y montar a caballo, y era tan hábil con el rifle como con los palos de golf. Vivíamos inmersos en un imparable carrusel de fiestas y recepciones. Y, además, nació Johnny. Construimos un mundo idílico dentro de otro mundo igualmente fastuoso, pero tardé poco en darme cuenta de la fragilidad sobre la que todo aquello se sostenía.
    Detuvo su soliloquio y quedó con la vista colgada en el vacío, como reflexionando unos instantes. Después apagó el cigarrillo en el cenicero y prosiguió.
    -A los pocos meses de dar a luz, empecé a notar un cierto malestar en el estómago. Me examinaron y al principio me dijeron que no había ningún motivo de preocupación, que mis molestias simplemente respondían a los naturales problemas de salud a los que estamos expuestos los no nativos en esos climas tropicales que nos son tan ajenos. Pero cada vez me encontraba peor. Los dolores aumentaban, empezó a subirme la fiebre a diario. Decidieron operarme y no encontraron nada anormal, pero no mejoré. Cuatro meses después, a la vista de mi imparable empeoramiento, volvieron a examinarme con rigor y por fin pudieron poner un nombre a mi enfermedad: tuberculosis bovina en una de sus formas más agresivas, contraída a través de la leche de una vaca infectada que compramos después de nacer Johnny a fin de poder tener leche fresca para mi recuperación. El animal había enfermado y muerto tiempo atrás, pero el veterinario no encontró nada anormal cuando entonces lo examinó, como tampoco fueron los médicos capaces de percibir nada en mí, porque la tuberculosis bovina es tremendamente difícil de diagnosticar. Pero hace que se formen tubérculos; algo así como nódulos, como bultos en el intestino que lo van comprimiendo.
    -¿Y?
    -Y te conviertes en un enfermo crónico.
    -¿Y?
    -Y cada nueva mañana que abres los ojos, das gracias al cielo por permitirte seguir viva un día más.
    Intenté esconder mi desconcierto tras una nueva pregunta.
    -¿Cómo reaccionó tu marido?
    -Oh, wonderfully! -dijo sarcástica-. Los médicos que me vieron me aconsejaron volver a Inglaterra; pensaban, aunque sin gran optimismo, que tal vez en un hospital inglés pudieran hacer algo por mí. Y Peter no pudo estar más de acuerdo.
    -Pensando en tu bien, probablemente…
    Una áspera carcajada me impidió terminar la frase.
    -Peter, darling, jamás piensa en otro bien más allá del suyo propio. Enviarme lejos fue la mejor de las soluciones pero, más que para mi salud, lo era para su propio bienestar. Se desentendió de mí, Sira. Dejé de resultarle divertida, ya no era un precioso trofeo al que pasear por los clubes, las fiestas y las cacerías; la joven esposa hermosa y divertida se había convertido en una carga defectuosa de la que había que deshacerse cuanto antes. Así que, en cuanto pude tenerme de nuevo en pie, nos sacó pasajes a Johnny y a mí para Inglaterra. Ni siquiera se dignó a acompañarnos. Con la excusa de que quería que su esposa recibiera el mejor tratamiento médico posible, embarcó a una mujer gravemente enferma que aún no había cumplido los veinte años y a un niño que apenas sabía andar. Como si fuéramos un par de bultos de equipaje más. Bye-bye, hasta nunca, queridos.
    Un par de gruesas lágrimas descendieron por sus mejillas, se las quitó con el dorso de la mano.
    -Nos echó de su lado, Sira. Me repudió. Me mandó a Inglaterra para, pura y simplemente, librarse de mí.
    Se instaló entre nosotras un silencio triste, hasta que ella recobró fuerzas y prosiguió.
    -A lo largo del viaje, Johnny empezó a tener fiebres altas y convulsiones; resultó ser una forma virulenta de malaria; necesitó después estar dos meses ingresado hasta su recuperación. Mi familia me acogió entretanto; mis padres también habían vivido mucho tiempo en la India, pero habían regresado el año anterior. Pasé al principio unos meses moderadamente tranquilos, el cambio de clima pareció sentarme bien. Pero después empeoré: tanto que las pruebas médicas mostraron que el intestino se me había encogido casi hasta el punto de la contracción total. Descartaron la cirugía y decidieron que sólo con el reposo absoluto podría tal vez obtener una mínima recuperación. De esa manera, se suponía que los organismos que me invadían no seguirían avanzando por el resto de mi cuerpo. ¿Sabes en qué consistió aquella primera temporada de reposo?
    Ni lo sabía ni podía imaginarlo.
    -Seis meses atada a una tabla, con correas de cuero inmovilizándome a la altura de los hombros y los muslos. Seis meses enteros, con sus días y sus noches.
    -¿Y mejoraste?
    -Just a bit. Muy poco. Entonces mis médicos decidieron mandarme a Leysin, en Suiza, a un sanatorio para tuberculosos. Como Hans Castorp en La montaña mágica, de Thomas Mann.
    Intuí que se trataba de algún libro, así que, antes de que me preguntara si lo había leído, me adelanté para que prosiguiera con su historia.
    -¿Y Peter, entretanto?
    -Pagó las facturas de hospital y estableció la rutina de enviarnos treinta libras mensuales para nuestro mantenimiento. Nada más. Absolutamente nada más. Ni una carta, ni un cable, ni un recado a través de conocidos ni, por supuesto, la menor intención de visitarnos. Nada, Sira, nada. Nunca más volví a saber de él personalmente. Hasta ayer.
    -¿Y qué hiciste con Johnny mientras? Debió de ser duro para él.
    -Estuvo conmigo todo el tiempo en el sanatorio. Mis padres insistieron en quedárselo, pero yo no acepté. Contraté a una niñera alemana para que lo entretuviera y lo sacara a pasear, pero comía y dormía en mi habitación a diario. Fue una experiencia un poco triste para un niño tan pequeño, pero por nada del mundo quería que estuviera separado de mí. Ya había perdido en cierto modo a su padre; habría sido demasiado cruel castigarle también con la ausencia de su madre.
    -¿Y funcionó el tratamiento?
    Una pequeña carcajada le iluminó momentáneamente la cara.
    -Me aconsejaron pasar ocho años internada, pero sólo pude resistir ocho meses. Después pedí el alta voluntaria. Me dijeron que era una insensata, que aquello me mataría; tuve que firmar un millón de papeles eximiendo al sanatorio de responsabilidades. Mi madre se ofreció a recogerme en París para hacer juntas la vuelta a casa. Y entonces, en ese viaje de retorno, tomé dos decisiones. La primera, no volver a hablar de mi enfermedad. De hecho, en los últimos años, sólo Juan Luis y tú habéis sabido de ella por mí. Decidí que la tuberculosis tal vez pudiera machacar mi cuerpo, pero no mi espíritu, así que opté por mantener fuera de mi pensamiento la idea de que era una enferma.
    -¿Y la segunda?
    -Empezar una vida nueva como si estuviera sana al cien por cien. Una vida fuera de Inglaterra, al margen de mi familia y de los amigos y conocidos que automáticamente me asociaban con Peter y con mi condición de enferma crónica. Una vida distinta que no incluyera en principio más que a mi hijo y a mí.
    -Y entonces fue cuando te decidiste por Portugal…
    -Los médicos me recomendaron que me instalara en algún lugar templado: el sur de Francia, España, Portugal, tal vez el norte de Marruecos; algo a medias entre el excesivo calor tropical de la India y el miserable clima inglés. Me diseñaron una dieta, me recomendaron tomar mucho pescado y poca carne, descansar al sol todo lo posible, no hacer ejercicio físico y evitar las alteraciones emocionales. Alguien me habló entonces de la colonia británica en Estoril y decidí que aquel sitio podría ser en principio tan bueno como cualquier otro. Y allá fui.
    Todo encajaba ya mucho mejor en el mapa mental que me había construido para entender a Rosalinda. Las piezas empezaban a ensamblarse unas con otras, ya no eran trozos de vida independientes y difícilmente acoplables. Todo empezaba ya a tener sentido. Deseé con todas mis fuerzas que las cosas le fueran bien: ahora que por fin sabía que su existencia no había sido un camino de rosas, la creí más merecedora de un destino feliz.
    
El tiempo entre costuras
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